¿Por qué los camareros llevamos siempre los zapatos sucios?
Soy camarero, se me suponen anécdotas, pero la verdad es que no tengo ninguna que contar. Todos mis compañeros las tienen, algunos llevan trabajando menos que yo en esto y ya cuentan las suyas como cicatrices de infancia. Hay que saber hacerlo, quizás sea más difícil contar una buena anécdota que llevar la bandeja con una mano.
Sí, por ejemplo. El otro día nos abroncó nuestro jefe, ya sabéis -comentó-, siempre dos pares de guantes, abrebotellas y mechero. Sin olvidarse del lito. ¿Habéis visto a un carpintero sin martillo, a un fontanero sin llave inglesa? Pues lo útiles de un camarero son sus guantes, su abrebotellas y su mechero. Y el lito. A partir del próximo día a quien no los traiga se le descontará -dudó-, cinco euros.
Bueno, qué quieren, a nuestro jefe el símil le quedó vulgar y en el convenio colectivo no indican nada de esto, pero son este tipo de momentos los que algunos convierten en verdaderas historias para contar entre familiares y amigos. Incluso entre los propios colegas que no lo presenciaron. Son graciosos. Al menos amenizan esas situaciones donde nadie se cuenta nada, como en las bodas.
Una mesa de restos, con el primo de la Pili, la Pili, la pareja de amigos francesa, los dos sobrinos de tu madre con sus chicas y mi peluquera con su novio, sí, a mi peluquera hay que invitarla. Diez comensales y uno de los sobrinos, camarero. De los graciosos. Te incordia porque se sabe tu trabajo, sí, sí, te dejo espacio, no me vayas a manchar con la fuente, y se ríe; mira, te dejo así el tenedor, y lo cruza; ¿me podrías poner otro pelotazo? Se ha convertido en el centro de la mesa, cuenta los entresijos de la cocina, adelanta cada paso: ahora nos servirán el tinto, ¿qué, ya empezáis a recoger las copas? Hasta los franceses, con su poquito castellano, le prestan atención. No habla sólo él, pero él habla más que ninguno. Que si el borracho de aquel día, esa pobre novia, el chico que tuvo mala suerte con la jarra. No para y, aunque entrecortadas, sirvo y me retiro, reconozco cualquiera de sus historias, que son las de siempre, las de todos. Ya sólo me faltan los ceniceros y las servilletas por recoger; la boda está a punto de llegar a la barra libre, me acerco y después de haber sonreído a todos sus comentarios todavía se dirige a mí por última vez:
- Eh, amigo, muy buen servicio, de verdad que sí -y entonces deja de mirarme para dirigirse al resto-. Sí, se le nota que es un buen camarero, fijaos, lleva hasta los zapatos sucios.
Sí, por ejemplo. El otro día nos abroncó nuestro jefe, ya sabéis -comentó-, siempre dos pares de guantes, abrebotellas y mechero. Sin olvidarse del lito. ¿Habéis visto a un carpintero sin martillo, a un fontanero sin llave inglesa? Pues lo útiles de un camarero son sus guantes, su abrebotellas y su mechero. Y el lito. A partir del próximo día a quien no los traiga se le descontará -dudó-, cinco euros.
Bueno, qué quieren, a nuestro jefe el símil le quedó vulgar y en el convenio colectivo no indican nada de esto, pero son este tipo de momentos los que algunos convierten en verdaderas historias para contar entre familiares y amigos. Incluso entre los propios colegas que no lo presenciaron. Son graciosos. Al menos amenizan esas situaciones donde nadie se cuenta nada, como en las bodas.
Una mesa de restos, con el primo de la Pili, la Pili, la pareja de amigos francesa, los dos sobrinos de tu madre con sus chicas y mi peluquera con su novio, sí, a mi peluquera hay que invitarla. Diez comensales y uno de los sobrinos, camarero. De los graciosos. Te incordia porque se sabe tu trabajo, sí, sí, te dejo espacio, no me vayas a manchar con la fuente, y se ríe; mira, te dejo así el tenedor, y lo cruza; ¿me podrías poner otro pelotazo? Se ha convertido en el centro de la mesa, cuenta los entresijos de la cocina, adelanta cada paso: ahora nos servirán el tinto, ¿qué, ya empezáis a recoger las copas? Hasta los franceses, con su poquito castellano, le prestan atención. No habla sólo él, pero él habla más que ninguno. Que si el borracho de aquel día, esa pobre novia, el chico que tuvo mala suerte con la jarra. No para y, aunque entrecortadas, sirvo y me retiro, reconozco cualquiera de sus historias, que son las de siempre, las de todos. Ya sólo me faltan los ceniceros y las servilletas por recoger; la boda está a punto de llegar a la barra libre, me acerco y después de haber sonreído a todos sus comentarios todavía se dirige a mí por última vez:
- Eh, amigo, muy buen servicio, de verdad que sí -y entonces deja de mirarme para dirigirse al resto-. Sí, se le nota que es un buen camarero, fijaos, lleva hasta los zapatos sucios.
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